¿Sabías que... Nicolás Estévanez escribió su famoso poema 'Mis islas' en París en 1910, lugar donde murió 4 años más tarde?
¡Mis Islas!
En el piélago inmenso del Atlántico
entre celajes y olas y rompientes
que las arrullan con su eterno cántico
y las bordan de espumas refulgentes,
brotaron como Venus de las ondas
las islas más hermosas del planeta,
coronadas de nieves y de frondas,
acariciadas por la brisa inquieta.
Son mis Siete, mis islas adoradas,
que no se apartan de la mente mía
ni en las horas de luchas enconadas
ni en plena noche ni a la luz del día,
porque ellas guardan en su santo seno
cenizas que venera mi memoria
y por ellas mi espíritu está lleno
del ideal de Humanidad y gloria
No importan la distancia ni el olvido
ni constantes y negros sinsabores
para pensar en ellas conmovido,
porque son el amor de mis amores.
¡Si a todas horas las estoy mirando!
¡si estoy viendo sus playas y su cielo!
¡si cuando muera, moriré pensando
que ellas han sido mi mayor anhelo!
Mi anhelo, mi ilusión, mi fantasía
es verlas de verdad, vivir en ellas,
aunque sea no más que un solo día,
contemplando su sol y sus estrellas;
el sol y las estrellas rutilantes
que doran sus campiñas y sus montes
con los reflejos vivos y constantes
que no tienen en otros horizontes:
ni en la región que ve desvanecidas
las risueñas auroras boreales,
ni en las aguas del trópico encendidas,
ni en las fértiles tierras tropicales;
porque no hay en los ámbitos del mundo
otro cielo más claro y purpurino,
cuando surge del mal el sol fecundo,
cuando brilla el lucero vespertino,
cuando alumbran los astros brilladores
o el ígneo corazón del Universo
o la luna de rayos tembladores
el paisaje en colores más diverso:
un suelo pedregoso y calcinado,
volcánicos relieves puntiagudos,
manchas verdes que esmaltan el collado,
ermitas blancas, campanarios mudos;
ya un jardín, una huerta, una espesura,
ya el árido escarpado de un torrente,
acá un laurel de regia vestidura
allá entre arbustos parladora fuente.
Alternan los marítimos pinares
con altos limoneros olorosos
y los lánguidos verdes platanares
con los castaños por la edad rugosos.
Una vereda en el riscal bravío
se desliza entre zarzas y piteras,
del hondo valle al blanco caserío
que domina las cumbres altaneras.
Se descubren las islas adyacentes
desde un peñón escueto y descarnado,
dibujándose azules y atrayentes
a la sombra del Teide coronado;
y las isleñas naves que ligeras
desplegando sus alas blanquecinas,
son fieles y constantes mensajeras
entre las siete atlánticas ondinas.
Se ve cruzar y trasponer las lomas
al rumor cadencioso de su vuelo.
numerosas bandadas de palomas
que dibujan sus alas en el cielo;
como se ve la nave peregrina
que deja dos estelas en la bruma:
la del vapor, como fugaz neblina,
la de la quilla, como blanca espuma.
Y extendiendo la vista por sus playas
se divisa en las puntas más remotas
los escombros de viejas atalayas
donde tienen sus nidos las gaviotas.
¡Cuántas veces miré de aquella altura
el mar de Tenerife, el mar isleño,
que hoy recuerdo con toda su hermosura
y con todo el encanto de un ensueño!
Porque aquella es mi patria idolatrada,
una patria concreta y definida,
y no habrá nunca poderosa espada
que la acorte, la aumente o la divida.
No tiene la frontera artificiosa
que en los tratados fija a las naciones
la diplomacia ruin y cautelosa
o el terrible poder de los cañones;
la suya la marcó Naturaleza,
nunca sujeta a leyes arbitrarias,
desde que canta el mar la gentileza
del espléndido grupo de Canarias.
¡Islas amadas, adorable cuna
que me otorgó la bienhechora suerte,
ya no quiero más gloria y más fortuna
que en sus montañas esperar la muerte!
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